Desde chico
siempre supe que era especial. Veía a mi Papá jugar al balonmano, a mis tíos, a
mis hermanos. Con deseo anhelaba tener la posibilidad de poder estar en la
cancha. Pero cuándo yo observaba la pasión, el grito al momento de convertir el
gol, esperaba ser el que los detuviera. El verdugo que sacar al brazo justo
para evitar la caída de mi valla una y otra vez.
A los 15
años mi ídolo que era el arquero de mi club. Cómo todo ídolo de un joven de
barrio, a la salida de un entrenamiento me regalo un camiseta. Esos son los
pequeños gestos que detienen el tiempo. Yo junto a él, sosteniendo en mi mano
un tesoro. El legado de un genio, marcando el hito de traspaso. En ese momento
la historia se estaba escribiendo, línea a línea, mostrando cual era la línea
sucesoria.
La realidad
muestra que sos único. Que te vestís diferente, que si bien tus colores se
asemejaran a tus compañeros, siempre seras distinto. La camiseta era roja cómo
la sangre que dejaría en la cancha cada
día, las rayas blancas me dieron un toque de distinción, cómo el hombre de la
cancha, el que evita la alegría ajena.
Debo
admitir que ese día cambio mi perspectiva sobre mi vida.
Jugué torneos
locales, nacionales, fui a la selección. Batallas y batallas tenía mi hermosa
camiseta roja y blanca. Ataje, me vencieron, grité, llore, reí, con esa
camiseta me sentí invencible.
Y ese
sentimiento iba más allá de ganar o perder, porque cada vez que entre a una cancha
sabía que yo iba a dejar todo. Pero además iría en contra de la corriente
colectiva. Porque esa era la realidad que sólo sentimos unos pocos en los
deportes dónde existe un arquero.
A medida
que el roce del suelo y luego de muchos remendar y remendar llegó el día que mi
gloriosa remera tuvo que pasar a un cajón. Después de varios años tuve que comprarme
diferentes modelos porque la lógica de la historia no difiere de la ropa a la
propia historia del ser humano.
Estuvo a
punto de ser regalada para la gente que lo necesita me lo decía mi Madre. Sin
embargo yo no podía despedirme. Es cómo aquel adiós sin sentido a la mujer que
uno ama. Porque salvando las distancias dentro de la cancha fue mi primer amor
En el
inconsciente de mi mente, mi vida deportiva estaba unida a esa casaca. Sola en
el museo de mi vida brillaba cómo el lucero que inspiraba cada una de mis
acciones en la cancha. Pese a no tenerla puesta, la camiseta siempre fue mi
musa inspiradora. En los márgenes de la Historia logre mucho.
Mi historia
es cómo la del cualquier deportista. Al momento de terminar, le agradezco a
ella, que me dio cobijo, que me acompaño
en cada instante de mi vida. Que junto a mi ahogo los gritos guturales de las
gargantas de mis rivales. Que cuándo caí
me dio calor. Que cubrió mi sudor y mi sangre.
Todos
fuimos parte del equipo, eso es cierto, pero en el momento en que el jugador
volaba sobre los aires con el brazo extendido, con el afán de destruir mis
ilusiones, sólo ella y yo éramos los defensores de la vida frente a la muerte.
Los hacedores de justicia, los amigos inseparables.
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